Las lecturas de la liturgia de este domingo nos recuerdan la
importancia del perdón, especialmente entre hermanos en la fe. Ya en el libro
del Eclesiástico (Eclo 27, 30-28,7), se nos recuerda la importancia de perdonar
los agravios del prójimo para ser a su vez absuelto a la hora de pedir perdón a
Dios. Quien pide que Dios lo sane, debe perdonar primero como condición. Hay
que mirar nuestro fin último, nuestro ser trascendente, y dejar atrás el odio.
El perdón cristiano, no se sitúa en el campo meramente ético, sino escatológico
(es decir desde nuestro fin último y trascendente).
El recordar los mandamientos de Dios es recordar lo fundamental de
la vida cristiana: amar a Dios y al prójimo, como lo enseña Jesús. Lo
importante es la vida, porque si vivimos, para el Señor vivimos, como dice san
Pablo en la carta a los romanos (Rom 14, 7-9). El perdonar es un acto de vida, tanto para el que perdona como
para el que recibe el perdón. La parábola que Jesús narra ante la pregunta de
Pedro sobre cuantas veces perdonar (Mt 18, 21-35), nos habla de un rey que
quiere arreglar cuenta con sus servidores: uno le debía tanto, que era
imposible que le pudiera pagar. El hombre le pidió lo imposible: “dame un plazo
y te lo pagaré todo”. El rey se compadeció y lo perdona. Pero este servidor
ante otro compañero que le debía mucho menos, no lo perdona, ni tiene paciencia
con él.
El rey, al enterarse de esta actitud, se molesta con aquel y le
pregunta: “¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí
de ti?”. El perdón es posibilidad ilimitada de relación y convivencia fraterna
en el presente, como también condición –gratuitamente ofrecida- de acceso a la
comunicación con Dios.
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