La primera lectura de la liturgia de este domingo está tomada del
libro de la profecía de Jeremías. (Jr 38, 3-6.8-10). El profeta Jeremías tenía
una característica muy particular, en tiempos en que su nación estaba
enfrentada en un conflicto bélico con un país más poderoso, es el único que
pregona que serán derrotados y que la ciudad será tomada por el ejercito
enemigo. ¡Una muy mala propaganda en tiempos de guerra!. Es por es razón que
los jefes del pueblo piden al rey que lo condene porque estaba desmoralizando a
los ciudadanos. El rey debilitado en su prestigio ante sus dignatarios, entrega
al profeta en sus manos. Ellos lo tomaron y lo arrojaron en un pozo profundo donde
no había agua sino sólo barro, de manera que Jeremías se hundió en el barro.
El relato es de un gran simbolismo, primero porque Jeremías es un
profeta que anticipa a Cristo de muchas formas, entre otras precisamente por el
rechazo que tiene por parte de las autoridades de la época. Ambos entregan sus
vidas por la causa de Dios y de su reino. Es su coherencia con su mensaje que
los lleva a esta entrega de la propia vida.
Pero también para nosotros Jeremías nos puede ayudar en nuestra
vida: frente a las adversidades y problemas de cada día, que se ven
representados en esta imagen del profeta en el pozo profundo y en el barro que
lo hunde, seguramente habrá hecho suya la oración del salmo 39 que recoge
también la liturgia dominical: “Señor,
ven pronto a socorrerme. Él se inclinó sobre mí y escuchó mi clamor. Me sacó de
la fosa infernal, del barro cenagoso”. También nosotros ante las
dificultades debemos alzar nuestra oración a Dios para que nos oiga, sin temor
y con confianza.
Habíamos dejado al pobre Jeremías en el pozo, ¿qué pasó después?:
Finalmente otro ministro del reino se apiadó de Jeremías y le reclamó al rey
por el maltrato e injusticia que se estaba cometiendo contra el profeta. El rey
mandó entonces que sacaran a Jeremías del pozo. “Esperé confiadamente en el
Señor y el me salvó”.
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