La parábola del hijo pródigo (Lc 15) nos presenta uno de los retratos más bellos del corazón de Dios. En el hijo menor descubrimos nuestras propias huidas y rebeldías. Como él, muchas veces buscamos la libertad lejos de la casa del Padre, pensando que la vida será más plena sin límites ni compromisos. Pero la experiencia nos enseña que, cuando se rompe la relación con Dios, todo se vacía, todo se pierde, y la supuesta libertad se convierte en esclavitud. El hijo menor toca fondo, pero en medio de su miseria recuerda que en casa del Padre había pan, y esa memoria es la chispa de su conversión: levantarse, volver y reconocer su pecado.
El centro de la parábola, sin embargo, no es el hijo que se equivoca, sino el Padre que nunca se cansa de esperar. Cuando lo ve de lejos, corre a su encuentro, lo abraza y lo besa, como si el tiempo de distancia y de pecado no existiera. El Padre no lo recibe como siervo, sino que le devuelve la dignidad de hijo con vestido nuevo, sandalias y anillo. Lo que mueve al Padre no es la justicia que castiga, sino la misericordia que perdona y hace fiesta. Ese es el rostro de Dios que Jesús nos quiere revelar: un Dios que corre hacia nosotros cada vez que damos un paso de regreso.
El hijo mayor nos muestra otro riesgo: vivir en la casa del Padre, pero con un corazón lejos de Él. Cumple sus deberes, pero sin alegría, sin sentirse realmente hijo. Se indigna porque el perdón se da al hermano que no lo merece y se encierra en la lógica del mérito. También a él el Padre sale a buscarlo, para invitarlo a entrar en la fiesta. La parábola queda abierta porque depende de nosotros decidir si nos unimos a la alegría del Padre o nos quedamos fuera, encerrados en la envidia y en la dureza de corazón.
El mensaje de esta parábola es claro: todos necesitamos volver a Dios, todos estamos invitados a experimentar su misericordia, y todos debemos aprender a alegrarnos del perdón que reciben los demás. El mayor pecado no es haberse alejado, sino no querer entrar en la fiesta del Padre. La invitación de hoy es abrir el corazón, dejarnos abrazar y vivir como hijos que celebran la vida nueva en la casa del Padre.

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