Podríamos preguntarnos en estos tiempos en
que los intereses de la mayoría aparentemente no buscan lo espiritual. En más,
aún buscando lo espiritual, pareciera que tampoco se encuentra en la Iglesia, o
religiones en general, el poder saciar el deseo de trascendencia. Muchas veces
la Iglesia aparece como una institución que busca sólo perpetuar sus propios
intereses.
El Señor Jesús manifiesta una clara voluntad de fundar una
comunidad eclesial, donde se pueda vivir comunitariamente la fe, y que tiene un
despliegue histórico, y que por cierto, está marcado por esa historia. El texto
de este domingo (Lc 10, 1-12.17-20), nos presenta a Jesús designando y enviando
a setenta y dos discípulos, para anunciar el Reino de Dios. Un grupo distinto a
los “Doce”, a los que ya había llamado.
Jesús envía a estos discípulos misioneros como “ovejas en medio de
lobos”, esto quiere decir en medio de dificultades y obstáculos. Los envía “sin
dinero, provisiones, ni calzado”, como para indicar la importancia de colocar
la confianza no en esas cosas, sino en Dios. Los manda con un mensaje de paz
para las casas y ciudades donde los reciban, para que esa paz permanezca en
ellos. Los envía con el poder del Espíritu Santo para que sanen los enfermos,
como signo de la cercanía del Reino de Dios que deben anunciar.
Los discípulos regresan llenos de gozo, porque “hasta los demonios
fueron sometidos al Nombre de Jesús”. Jesús reconoce su labor misionera, pero
los invita a que no se alegren por la victoria sobre el mal (que finalmente es
de Dios), ni por éxito pastoral obtenido, sino porque sus nombres “serán
inscritos en el Libro de la Vida”, es decir que sus vidas están en Dios. Esta
es la misión de la Iglesia, anunciar la Alegría del Evangelio, proclamar el
Amor misericordioso de Dios para con la humanidad, y en la medida que pueda dar
testimonio de esto, tendrá sentido la misma Iglesia.
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